PRELUDIO

Escribir un libro constituye toda una aventura que no podría yo poner en palabras (como no sean las del libro mismo).

Primero, se escoge un tema, algo que tenga uno que decir, se medita sobre él y se recoge la información para exponerlo.

El agua: es todo un tema.

De pronto se descubre que existen montañas de ideas y libros y artículos y cosas que uno mismo ha pensado. Luego viene escribirlo, ponerlo en unas páginas blancas que lo miran a uno en forma aterradora.

Pasado el tiempo —mucho tiempo— los escritos una y otra vez borroneados empiezan a tomar forma. Como la tierra, que al moverse arroja de su seno las piedras, el escrito va adquiriendo figura; sale lo inútil, lo que sobra.

Al terminar —todo debe en algún momento terminarse— quedan muchas cosas que todavía se antoja decir, pero si no se termina sería cosa de no acabar nunca.

Conocer el agua es amarla; más que de tierra somos de agua, así que conocerla es saber de qué formamos parte. El agua está ahí para nuestro uso, que más bien es abuso por unos y falta de uso por otros.

De lo que trata este trabajo es de la ciencia del agua, un poco más de dónde está y cuánta hay y, finalmente, cómo llega y cómo se va de las ciudades.

Mi ciudad, la de México, tiene su historia llena de agua; termino con ella por esto. El libro está escrito para leerse en el Metro, así que me he preocupado más por las descripciones y las ilustraciones que por otra cosa: ni es completo ni es profundo; es exacto en sus afirmaciones, al menos no hay errores de mala fe.

Empiezo pues con el agua.

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